La Cultura en la Era Tecnológica .
Después se han producido otras invenciones y, como decía hace un momento, a las invenciones, que todavía eran técnicas, sucedieron las revoluciones: la primera Revolución Industrial por antonomasia, como suele denominarse. Y reparen ustedes en que en esa época los inventores no eran todavía los científicos. Había una separación entre un gremio y otro. Los inventores eran más bien artesanos, unos obreros cualificados que, un poco por casualidad, un poco por el método del ensayo y el error, llevaron a cabo grandes invenciones.
Y pensemos que durante el siglo XX los continuadores de estos inventos,
los que realmente llevaron a cabo una institucionalización del invento, fueron
los ingenieros, profesión que ha tenido los máximos prestigios en nuestro país.
Ser ingeniero en nuestro país era, durante el siglo XIX y buena parte del siglo
XX, mucho más importante que ser un hombre de ciencia. Lo importante, lo
verdaderamente cualificado en nuestro país, aquello que todos los jóvenes
estudiosos deseaban llegar a ser y todas las mamás con niñas casaderas que
fuesen sus novios, era, precisamente, ingenieros. Es decir, la tecnología
estaba ya ahí, pero era una tecnología que, sin estar enteramente divorciada de
la ciencia —ciertamente no era así, y no querría yo hacer de ninguna manera un
agravio a los ingenieros—, ponía el acento mucho más en los técnico que en lo
científico. De modo que, por una parte, estaban los grandes técnicos, los
técnicos superiores y por otro lado, los científicos. Pero yo no me atrevería a
decir que esa raza de científicos puros se terminó, se agotó, quizá los últimos
científicos puros han sido los creadores de la física nuclear, la física
cuántica. Heiseneberg y Schrödinger, tal vez prologados por el inventor de la
cibernética —no me atrevería yo a darle a Norbert Wiener ese título de
científico puro—, pero inmediatamente después ocurre una superación de esta
escisión, de esa dialéctica, de esta tensión entre las dos culturas: la cultura
humanística, por una parte, y la cultura tecnológica, por otra, en cuanto que
lo que prevalece en nuestra época es no ya la tecnología ni por supuesto la
cultura humanística, sino lo que se denomina con ese neologismo de tecno ciencia.
Hoy, la cultura es fundamentalmente tecno científica. No puede ser una
cultura puramente técnica ni puramente tecnológica porque los tecnólogos que
cada vez abundan más en nuestra sociedad —y es normal que abunden—, conocen muy
bien cómo hacer las cosas, pero no saben tan bien por qué ocurre ese
funcionamiento.
En consecuencia, esta fusión profunda de la técnica y de la ciencia, y
el hecho de que los más importante científicos de nuestra época sean tecno
científicos, o por lo menos tan tecno científicos como estrictamente
científicos, o por lo menos tan tecno científicos como estrictamente
científicos, supone una gran novedad y es una gran afirmación de la superación
de esta tensión entre las llamadas dos culturas.
Y esta auténtica novación que ha ocurrido en nuestra civilización
occidental significa una salida de la era de la cultura impresa, que a su vez
supuso evidentemente un salto cuantitativo y cualitativo respecto de la cultura
anterior, es decir, ya impresa. Y esta tecnología, que en definitiva lo es dada
su época, fue una tecnología enormemente importante. Esta tecnología del libro
y de la supremacía de libro impreso ha sido algo sumamente característico y
que, lo mismo que la tecnología actual y que todas las culturas, tiene su
anverso y su reverso, su lado positivo y su lado negativo.
La cultura inmediatamente anterior a la actual ha sido una cultura
enormemente libresca, una cultura de biblioteca y de hemerotecas, de uso del
fichero. Se podría decir, de acuerdo con aquel programa de la televisión que
estuvo en pantalla durante meses, que para esta cultura todo está o todo estaba
en los libros. Era una cultura eminentemente libresca. Yo diría que este carácter
tan libresco de la cultura que nos ha dominado hasta hace tiempo se refleja en
los mejores escritores de la lengua española. Pensemos, por ejemplo, en Borges.
Borges es un autor que escribe una especie de literatura que es metaliteratura
de los libros, es escribir sobre elQuijote, sobre todos los libros, y
por tanto, vivir en un universo que es el universo libresco. Es decir, se trata
de la primacía de leer y de escribir, sobre el ver y el oír. Un poco
exageradamente podría decirse que lo característico de la cultura occidental,
desde Gutenberg hasta la III Revolución Industrial, es este predominio de lo
libresco.
Y ahora estamos ingresando, hemos ingresado ya, en un nuevo estilo de
cultura que es sumamente importante. Pensemos que durante la época de la
cultura libresca el que más y el que menos, para recordar aquella expresión de
Unamuno, aspiraba a hablar como se escribe, no a escribir como se habla. La
sintaxis era dominante en la medida en que éramos capaces de dominarla. Y eso
ya se ha perdido. Y no es una casualidad que se haya perdido esa perfección de
la sintaxis escrita, porque se trataba de una característica de la dominación
de la cultura impresa. Se trataba de una sintaxis muy peculiar, de hablar como
los libros, ese era el ideal de las gentes.
En cambio, gracias a esa verdadera novación que significa las nuevas
tecnología electrónicas, informáticas y cibernéticas, estamos, por una parte,
recuperando el ver y el oír, es decir, lo audiovisual, y por tanto, un tipo de
concreción mucho más real, mucho más cercana a la realidad que la de la cultura
impresa y la mediación y mediatización de los libros. Pero por otra parte, y en
la misma dirección si quieren ustedes, la nueva sintaxis —y recuerdo a este
propósito una ponencia que se ha presentado aquí mismo de Xavier Laborda— es
una sintaxis no alfabetizada o alfabetizaste, sino un tipo de comunicación que
se parece más a los pictogramas y, en consecuencia, permite al joven, al niño
educado en los nuevos modos de la comunicación, una visión global de aquello
que antes tenía que ir aprendiendo palabra a palabra, sílaba a sílaba, casi
letra a letra. Esta revolución me parece que es enormemente importante y de
recuperación de caracteres.
El leer y el oír vuelven a ser una cultura de la imagen, una cultura del
espectáculo, una cultura de la representación. Pero junto a este carácter
sumamente concreto y sumamente visualizable y audible está también el
predominio de un algoritmo, el predomino de otros lenguajes diferentes del
lenguaje ordinario y de su capacidad, podría decirse haciendo si quieren
ustedes un juego de palabras, de las actividades digitales. Porque, en efecto,
se trata de dígitos, pero también se trata de reemplazar un tipo de habilidad
digital que los niños tienen y que los viejos hemos perdido, precisamente por
esta mediación y mediatización de la cultura libresca, y por haberlo aprendido
y seguirlo aprendiendo todo en los libros.
De modo que, a mi juicio, se trata de una auténtica revolución, que es
la III Revolución, por supuesto, desde el punto de vista tecnológico. Pero es
también una revolución de carácter cultural, y que en gran parte supone una
recuperación de lo anterior a esagalaxia Gutenberg; y, por otra parte,
implica una capacidad de digitalización, de abstracción de nuevos lenguajes, de Basic-lenguaje y
de todo lo que significa unir extremos que hasta ahora parecían completamente
divorciados.
Pero, en definitiva, el lenguaje permanece, y es enormemente importante
subrayar este hecho. El lenguaje puede alejarse del lenguaje ordinario; puede
hacerse, en cierto modo, más cercano al lenguaje ordinario y más alejado del
lenguaje escrito, pero, por otra parte, también se hace más abstracto. Es
necesario denominar un tipo de comunicación más algorítmico que propiamente
alfabético. Y entonces nos encontramos con esta auténtica nueva cultura que,
como digo, yo prefiero llamar tecno científica antes que tecnológica, porque lo
tecnológico parece dar a entender que está divorciado de lo científico, cuando
la característica de nuestra época es la de que ya no hay propiamente
científicos puros sino que todos los científico son a la vez tecno científicos.
Y hay un mundo nuevo descubierto en esta etapa que es precisamente aquel al que
he aludido al principio. No se trata simplemente del dominio de la naturaleza
inanimada, de todo ese salto que se llevó a cabo en el siglo XVII de Galileo a
Newton, de la invención de la física matemática, sino también del dominio de la
naturaleza animada, es decir, de la vida.
Entonces, con este dominio de la vida, esta biología que es una biología
molecular, con un nuevo lenguaje —un lenguaje del código genético—, con una
tecnobiología, con una ingeniería, recuperamos otra vez la palabra tan
privilegiada en el siglo XIX y en la primera parte del siglo XX la ingeniería,
ahora genética.
Se trata, por tanto, de
una auténtica novación cultural que, como todo, tiene su lado negativo.
Ciertamente tiene sus riesgos, y éstos, a mi juicio, consisten sobre todo en
que esta cultura occidental, que ha sido una cultura del dominio de la
naturaleza y que ahora va a ser del dominio de la vida, puede convertirse
exclusivamente en una cultura de dominio, es decir, una cultura de voluntad de
poder. Y estoy recordando en este momento un artículo reciente de mi admirado
amigo Pedro Laín. Hay una dimensión de la cultura occidental que es la
dimensión de la voluntad de poder, y hay otra dimensión de la cultura
occidental que arranca más bien de los griegos y que es la dimensión de la
voluntad de saber. Y lo deseable es que estas dos voluntades no se extingan, no
se separen, sino que la voluntad de poder siga fundamentada en la voluntad de
saber, y que, por tanto, en este mundo sucio en el que los políticos tendrán
ciertamente su papel importante, ustedes nos reserven un pequeño papel, no más,
a los miembros de nuestro gremio, que es el de los filósofos, es decir, el de
los que no inventamos nada, del de los que pensamos que, aunque esté muy bien
—y ciertamente está muy bien, y es la característica de la civilización
occidental— esta afirmación de dominio y voluntad de poder, deben seguir
ustedes dejándonos un lugar para que nos preguntemos, para que reflexionemos,
para que llevemos a cabo un metalenguaje sobre el lenguaje científico: es
decir, para que no rompamos nuestros vínculos de unión con aquello de lo que venimos,
que es la cultura griega. Ya vimos al principio que la cultura griega era una
cultura de la tecné, y la novísima tecnología actual es heredera de
aquella vieja tecné artesanal. Pero aquella cultura griega y
la cultura occidental ha sido también una cultura de saber, una cultura de la episteme,
de la sofia. Y yo, en representación de mi gremio, hoy en
decadencia, este gremio de lo filósofos, espero de ustedes y de la magnanimidad
de ustedes, otra palabra de origen griego: la megalogsia. Espero
que reserven ustedes un lugar, ciertamente modesto, pero un lugar, para los
filósofos, para los que reflexionan sobre el ser en cuanto tal, precisamente
sobre el ser de la tecnología y de la tecno ciencia, y de lo que significa todo
este mundo que ustedes están alumbrando.o.
Después
se han producido otras invenciones y, como decía hace un momento, a las
invenciones, que todavía eran técnicas, sucedieron las revoluciones: la primera
Revolución Industrial por antonomasia, como suele denominarse. Y reparen
ustedes en que en esa época los inventores no eran todavía los científicos.
Había una separación entre un gremio y otro. Los inventores eran más bien
artesanos, unos obreros cualificados que, un poco por casualidad, un poco por
el método del ensayo y el error, llevaron a cabo grandes invenciones.
Y pensemos que durante el siglo XX los
continuadores de estos inventos, los que realmente llevaron a cabo una
institucionalización del invento, fueron los ingenieros, profesión que ha
tenido los máximos prestigios en nuestro país. Ser ingeniero en nuestro país
era, durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX, mucho más importante que
ser un hombre de ciencia. Lo importante, lo verdaderamente cualificado en
nuestro país, aquello que todos los jóvenes estudiosos deseaban llegar a ser y
todas las mamás con niñas casaderas que fuesen sus novios, era, precisamente,
ingenieros. Es decir, la tecnología estaba ya ahí, pero era una tecnología que,
sin estar enteramente divorciada de la ciencia —ciertamente no era así, y no
querría yo hacer de ninguna manera un agravio a los ingenieros—, ponía el
acento mucho más en los técnico que en lo científico. De modo que, por una
parte, estaban los grandes técnicos, los técnicos superiores y por otro lado,
los científicos. Pero yo no me atrevería a decir que esa raza de científicos
puros se terminó, se agotó, quizá los últimos científicos puros han sido los
creadores de la física nuclear, la física cuántica. Heiseneberg y Schrödinger,
tal vez prologados por el inventor de la cibernética —no me atrevería yo a
darle a Norbert Wiener ese título de científico puro—, pero inmediatamente
después ocurre una superación de esta escisión, de esa dialéctica, de esta
tensión entre las dos culturas: la cultura humanística, por una parte, y la
cultura tecnológica, por otra, en cuanto que lo que prevalece en nuestra época
es no ya la tecnología ni por supuesto la cultura humanística, sino lo que se
denomina con ese neologismo de tecno ciencia.
Hoy,
la cultura es fundamentalmente tecnocientíficos. No puede ser una cultura
puramente técnica ni puramente tecnológica porque los tecnólogos que cada vez
abundan más en nuestra sociedad —y es normal que abunden—, conocen muy bien
cómo hacer las cosas, pero no saben tan bien por qué ocurre ese funcionamiento.
En
consecuencia, esta fusión profunda de la técnica y de la ciencia, y el hecho de
que los más importante científicos de nuestra época sean tecno científicos, o
por lo menos tan tecno científicos como estrictamente científicos, o por lo
menos tan tecnocientíficos como estrictamente científicos, supone una gran
novedad y es una gran afirmación de la superación de esta tensión entre las
llamadas dos culturas.
Y esta auténtica novación que ha ocurrido en
nuestra civilización occidental significa una salida de la era de la cultura
impresa, que a su vez supuso evidentemente un salto cuantitativo y cualitativo
respecto de la cultura anterior, es decir, ya impresa. Y esta tecnología, que
en definitiva lo es dada su época, fue una tecnología enormemente importante.
Esta tecnología del libro y de la supremacía de libro impreso ha sido algo
sumamente característico y que, lo mismo que la tecnología actual y que todas
las culturas, tiene su anverso y su reverso, su lado positivo y su lado
negativo.
La
cultura inmediatamente anterior a la actual ha sido una cultura enormemente
libresca, una cultura de biblioteca y de hemerotecas, de uso del fichero. Se
podría decir, de acuerdo con aquel programa de la televisión que estuvo en
pantalla durante meses, que para esta cultura toda está o todo estaba en los
libros. Era una cultura eminentemente libresca. Yo diría que este carácter tan
libresco de la cultura que nos ha dominado hasta hace tiempo se refleja en los
mejores escritores de la lengua española. Pensemos, por ejemplo, en Borges.
Borges es un autor que escribe una especie de literatura que es meta literatura
de los libros, es escribir sobre el Quijote, sobre todos los libros, y por
tanto, vivir en un universo que es el universo libresco. Es decir, se trata de
la primacía de leer y de escribir, sobre el ver y el oír. Un poco
exageradamente podría decirse que lo característico de la cultura occidental,
desde Gutenberg hasta la III Revolución Industrial, es este predominio de lo
libresco.
Y
ahora estamos ingresando, hemos ingresado ya, en un nuevo estilo de cultura que
es sumamente importante. Pensemos que durante la época de la cultura libresca
el que más y el que menos, para recordar aquella expresión de Unamuno, aspiraba
a hablar como se escribe, no a escribir como se habla. La sintaxis era
dominante en la medida en que éramos capaces de dominarla. Y eso ya se ha
perdido. Y no es una casualidad que se haya perdido esa perfección de la
sintaxis escrita, porque se trataba de una característica de la dominación de
la cultura impresa. Se trataba de una sintaxis muy peculiar, de hablar como los
libros, ese era el ideal de las gentes.
En
cambio, gracias a esa verdadera novación que significa las nuevas tecnología
electrónicas, informáticas y cibernéticas, estamos, por una parte, recuperando
el ver y el oír, es decir, lo audiovisual, y por tanto, un tipo de concreción
mucho más real, mucho más cercana a la realidad que la de la cultura impresa y
la mediación y mediatización de los libros. Pero por otra parte, y en la misma
dirección si quieren ustedes, la nueva sintaxis —y recuerdo a este propósito
una ponencia que se ha presentado aquí mismo de Xavier Laborda— es una sintaxis
no alfabetizada o alfabetizaste, sino un tipo de comunicación que se parece más
a los pictogramas y, en consecuencia, permite al joven, al niño educado en los
nuevos modos de la comunicación, una visión global de aquello que antes tenía
que ir aprendiendo palabra a palabra, sílaba a sílaba, casi letra a letra. Esta
revolución me parece que es enormemente importante y de recuperación de
caracteres.
El
leer y el oír vuelven a ser una cultura de la imagen, una cultura del
espectáculo, una cultura de la representación. Pero junto a este carácter
sumamente concreto y sumamente visualizable y audible está también el
predominio de un algoritmo, el predomino de otros lenguajes diferentes del
lenguaje ordinario y de su capacidad, podría decirse haciendo si quieren
ustedes un juego de palabras, de las actividades digitales. Porque, en efecto,
se trata de dígitos, pero también se trata de reemplazar un tipo de habilidad
digital que los niños tienen y que los viejos hemos perdido, precisamente por
esta mediación y mediatización de la cultura libresca, y por haberlo aprendido
y seguirlo aprendiendo todo en los libros.
De
modo que, a mi juicio, se trata de una auténtica revolución, que es la III
Revolución, por supuesto, desde el punto de vista tecnológico. Pero es también
una revolución de carácter cultural, y que en gran parte supone una
recuperación de lo anterior a esa galaxia Gutenberg; y, por otra parte, implica
una capacidad de digitalización, de abstracción de nuevos lenguajes, de Basic-lenguaje
y de todo lo que significa unir extremos que hasta ahora parecían completamente
divorciados. Pero, en definitiva, el lenguaje permanece, y es enormemente
importante subrayar este hecho. El lenguaje puede alejarse del lenguaje
ordinario; puede hacerse, en cierto modo, más cercano al lenguaje ordinario y
más alejado del lenguaje escrito, pero, por otra parte, también se hace más
abstracto. Es necesario denominar un tipo de comunicación más algorítmico que
propiamente alfabético. Y entonces nos encontramos con esta auténtica nueva
cultura que, como digo, yo prefiero llamar tecno científica antes que
tecnológica, porque lo tecnológico parece dar a entender que está divorciado de
lo científico, cuando la característica de nuestra época es la de que ya no hay
propiamente científicos puros sino que todos los científico son a la vez
tecno científicos. Y hay un mundo nuevo descubierto en esta etapa que es
precisamente aquel al que he aludido al principio. No se trata simplemente del
dominio de la naturaleza inanimada, de todo ese salto que se llevó a cabo en el
siglo XVII de Galileo a Newton, de la invención de la física matemática, sino
también del dominio de la naturaleza animada, es decir, de la vida.
Entonces, con este dominio de la vida, esta
biología que es una biología molecular, con un nuevo lenguaje —un lenguaje del
código genético—, con una tecnobiología, con una ingeniería, recuperamos otra
vez la palabra tan privilegiada en el siglo XIX y en la primera parte del siglo
XX la ingeniería, ahora genética.
Se trata, por tanto, de una auténtica novación
cultural que, como todo, tiene su lado negativo. Ciertamente tiene sus riesgos,
y éstos, a mi juicio, consisten sobre todo en que esta cultura occidental, que
ha sido una cultura del dominio de la naturaleza y que ahora va a ser del
dominio de la vida, puede convertirse exclusivamente en una cultura de dominio,
es decir, una cultura de voluntad de poder. Y estoy recordando en este momento
un artículo reciente de mi admirado amigo Pedro Laín. Hay una dimensión de la cultura
occidental que es la dimensión de la voluntad de poder, y hay otra dimensión de
la cultura occidental que arranca más bien de los griegos y que es la dimensión
de la voluntad de saber. Y lo deseable es que estas dos voluntades no se
extingan, no se separen, sino que la voluntad de poder siga fundamentada en la
voluntad de saber, y que, por tanto, en este mundo sucio en el que los
políticos tendrán ciertamente su papel importante, ustedes nos reserven un
pequeño papel, no más, a los miembros de nuestro gremio, que es el de los
filósofos, es decir, el de los que no inventamos nada, del de los que pensamos
que, aunque esté muy bien —y ciertamente está muy bien, y es la característica
de la civilización occidental— esta afirmación de dominio y voluntad de poder,
deben seguir ustedes dejándonos un lugar para que nos preguntemos, para que
reflexionemos, para que llevemos a cabo un metalenguaje sobre el lenguaje
científico: es decir, para que no rompamos nuestros vínculos de unión con
aquello de lo que venimos, que es la cultura griega. Ya vimos al principio que
la cultura griega era una cultura de la tecné, y la novísima tecnología actual
es heredera de aquella vieja tecné artesanal. Pero aquella cultura griega y la
cultura occidental han sido también una cultura de saber, una cultura de la
episteme, de la sofia. Y yo, en representación de mi gremio, hoy en decadencia,
este gremio de lo filósofos, espero de ustedes y de la magnanimidad de ustedes,
otra palabra de origen griego: la megalogsia. Espero que reserven ustedes un
lugar, ciertamente modesto, pero un lugar, para los filósofos, para los que
reflexionan sobre el ser en cuanto tal, precisamente sobre el ser de la
tecnología y de la tecno ciencia, y de lo que significa todo este mundo que
ustedes están alumbrando.
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